Escuchar la palabra y no atender al ínfimo palpitar de la voz que la pronuncia. Perderse el acorde desgarrado de un adiós cualquiera en una estación de tren, una exhalación, un nunca vuelvas o un gracias lanzado al aire como quien desecha un cartón vacío. No sentir la piel estremecerse, el espasmo imperceptible y cotidiano de los cuerpos que se tocan. No atrapar el destello en la mirada fortuita, la opacidad inerme del tiempo en sus pupilas. Ignorar la renguera de un corazón mutilado de latires, la mueca distraída de la imbecilidad mejor lograda. Deberían ser pecado estos olvidos. Condenada la torpeza de sucumbir a esa impresión precaria y obvia. El cuerpo habla y calla lo que le pasa al hombre, y la palabra no conoce de buenos entendidos. Adolece la falta de los significados que en el cuerpo abundan. Siempre difiere lo que se dice de lo que se escucha, y las dos cosas difieren al unísono de lo que realmente pasa.
A veces, no es fácil asimilar el paso del tiempo. Yo quiero quedarme donde estoy, sin que nada me mueva. Notar el susurro de la brisa, ver salir el sol, regar mis plantas a diario, tu beso de los buenos días... Y que el tiempo siga parado a mi antojo, como si fuera algo que dependiera de mi.Pero no es la realidad. Me levanté a las 4:30 y son ya las 6:30. Dos horas han pasado, y el que está estático soy yo. A la deriva, a merced de los instantes
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