sábado, 16 de julio de 2011

Algo de historia

...Y luego vinieron las carreteras, el crecimiento de las fábricas y la banca, la fabricación de armas de tierra, mar y aire y el armamentismo; la aparente mejora de la economía, mediante un rígido control del trabajo, la prohibición de la huelga, la censura, el rígido control de los salarios. A partir de 1930 ya tiene discípulos bien armados en toda Europa. Hasta en Inglaterra y en Francia los sectores más conservadores y adinerados miran con simpatía al grotesco dictador, nuevo héroe salvador de la riqueza de Italia. Y, por supuesto, Adolfo, el austro-alemán, que ya ha escrito "Mein Kampf" y se prepara a superar al propio maestro.

Luego, el delirante sueño de reconstruir el Imperio Romano. Comienza a hablar de "Romanismo" y decide invadir a la pobre, atrasada y sufriente Etiopía. Los tanques italianos se pasean por las grandes sabanas, persiguiendo a etíopes armados de lanzas y, en las ciudades, aniquilan poblaciones con el horrendo gas mostaza. El Duce, desde Roma, proclama en las alturas de los balcones, entre estandartes y sonidos de epopeya, la era de una nueva grandeza. Ha firmado un Concordato con el Papa, arreglando la vieja cuestión de los territorios pontificios y formando el Estado Vaticano. Ello le ganará la completa bendición divina en su empresa imperial. Así, la Iglesia bendice las armas que marchan a matar gente, generalmente pobre y desvalida, en las llanuras de Africa.

Después llegó la cuestión de intervenir en España, para ayudar al general Franco. Y ahí la cosa cambió bruscamente. Para los italianos, la guerra en Africa era algo lejano, exótico, que distraía y parecía buen negocio; en fin..., como que se podía entender. Pero ya la antiquísima Iberia, hermana tradicional del Mediterráneo, era otra cosa...Y ahí le surgieron a Benito las primeras resistencias fuertes, que llegaron hasta la rebelión violenta. No pasaron de eso, sin embargo. Después de todo, Inglaterra, Francia y otros países occidentales apoyaban, bajo cuerda, el asunto de Franco.

Poco importó entonces aquella inmensa mayoría española que había demostrado su inequívoca adhesión a la República. Se produjo la intervención y aquello, como todos sabemos, fue el grande y siniestro ensayo general de la mayor guerra que la humanidad conociera: la guerra de los 50 millones de muertos: la guerra del horror y la ruina general; la guerra en la que, ya completamente alienado y perdida totalmente la brújula, Mussolini no quiso quedar detrás del que consideraba su discípulo.

Hitler y la industria pesada alemana, apoyados por la complacencia internacional que en él confiaba para terminar con el peligro bolchevique, tenían decididamente la iniciativa. Y entonces es cuando asistimos al lamentable espectáculo de un Mussolini casi esperpéntico, librando batallas ridículas y perdiéndolas todas, para luego ser socorrido por las Divisiones Panzer, la Luftwaffe y la Wermacht de la esvástica.

También él, pues no podía ser menos que el otro, persiguió, encarceló y vejó a los judíos, y a los gitanos, y a toda oposición democrática que ya era prácticamente toda Italia. También él, con la complicidad del silencio de Pío XII y de todos aquellos que lo habían usado, sumió a su país en la pesadumbre y la destrucción total. Y luego, cumplida la misión para la que lo habían entronizado, aquellos que ya habían hecho su negocio lo arrojaron al costado. Hubo de renunciar, y Hitler (que fue, reconozcámoslo, el único que le fue fiel hasta el fin), tuvo que hacerlo rescatar en una espectacular operación comando, para que gobernase una inventada y fantasmal "República Social del Norte de Italia", mientras por el sur se acercaba, imparable, la invasión aliada.

Por fin, cuando ya se escuchaban, en la campiña romañola que lo viera nacer, los cañonazos de las tropas aliadas, se tuvo que disfrazar de soldado alemán para intentar la huida. El, ¡el glorioso Duce imperial de la Gran Italia Fascista! Echándose un capote y colocándose un casco de acero trató de escapar haciéndose pasar por un soldadito alemán más, de aquellos que ya huían en derrota por la Europa entera.

De esta forma, el que había sido hijo de un herrero idealista, y había recibido el nombre de Benito Juárez, fue descubierto en una carretera cercana a Milán, junto a su compañera de la última hora, Clara Petacci, y a otros soldados tristes y llenos de miedo, por un grupo de "partisanos", los viejos y gloriosos guerrilleros que desde la montaña le habían combatido, heroica y sacrificadamente, todos esos años. A la 3 de la tarde del 28 de abril de 1945, le colocaron contra una vieja pared, de esas típicas paredes encaladas de las granjas de Italia, en la aldea Giulinno di Mezzegra, y le fusilaron.

Tres días después, encerrado como un perro, se suicidaba su discípulo y luego patrón, el omnipotente Adolfo. Y todavía hoy, el mundo sigue sufriendo algunos resabios de aquel tremendo error, de aquel trágico negocio formidable de unos pocos, que fue la aventura del nazi-fascismo-falangismo.


¿Qué más quieren que diga? Yo, en lo personal no estoy a favor de la pena de muerte. Pero si hubiese estado en el norte italiano aquel 28 de abril de 1945, hubiera pedido gustosamente un fusil, y hubiera disparado también contra aquel perro sin alma. Hubiera disparado con tristeza...Pero hubiera disparado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario