martes, 26 de julio de 2011

Lecturas

Suele sucederme que mientras escribo o leo, al tiempo que extraigo algunos pensamientos e ideas para traducirlos en palabras, pienso en paralelo en las muchas formas en que puede ser leído e interpretado todo escrito según quién lo lea, mi mente sigue su curso hacia él o ella o los lector/es de libros, incluyéndome en ellos. Estas ideas que vaga pero persistentemente no me abandonaban, se iluminan cuando leo. Y también me di cuenta que las había encontrado antes, sin identificarlas, en otros autores. Tal vez fue el último libro que he leído, el que trajo el germen de estas ideas a mi mente. Aunque más que ideas eran sentimientos: me resultaban nebulosos y no sabría explicarlos.

No me refiero a la lectura funcional, imprescindible para llevar adelante una tarea manual o intelectual, sino a la lectura como alimento interior, goce, angustioso y comprometido descubrimiento. Este último tipo de lectura es el exigido por una literatura que en términos muy generales puede llamarse “vanguardista”, pues necesita de un lector dispuesto a enfrentar lo que no sabe.
Creo que un lector creativo es alguien que no sólo vive la lectura como una necesidad, sino que, aunque nunca escriba, moviliza su imaginación, su memoria, sus afectos, alguien capaz de interpelar a su consciencia para atreverse a lo no conocido. Es en definitiva alguien que logra aumentar en mucho sus grados de libertad.

La palabra, en su inevitable sucesión, en su resonancia asociativa y evocadora, está ligada a una experiencia del tiempo que es incanjeable con otros medios.
Si un libro me interesa realmente, no logro seguirlo más que unas cuantas líneas sin que mi mente, captando un pensamiento que el texto le propone, o un sentimiento o un interrogante, o una imagen, se salga por la tangente y salte de pensamiento en pensamiento, de imagen en imagen, por un itinerario de razonamientos y fantasías que siento la necesidad de recorrer hasta el final, alejándome del libro hasta perderlo de vista. El estímulo de la lectura me es indispensable, y de una lectura sustanciosa, aunque sólo consiga leer unas cuantas páginas de cada libro. Pero ya esas pocas páginas encierran para mi universos enteros, a cuyo fondo no consigo llegar. Tal vez esa posibilidad de divagar, inmiscuirse y perderse en uno mismo y en el mundo ofrecido por la creación sea un atributo único de la lectura.

¿Debería la sociedad promover este tipo de lectores? En realidad no lo hace. Por más que en los discursos se exalte la educación y el desarrollo del espíritu crítico, ni la enseñanza ni la sociedad incentiva a este tipo de lectores. Son candidatos natos de la contracultura. Si ésta existiera se la distinguiría por su marco de valores crítico, flexible, en ebullición, capaces de albergarlos.

Nada es más personal y aislado que el acto de leer, aunque al hacerlo se esté participando virtualmente del mundo de otros. Que ese vínculo inmaterial sea consciente e integrador depende del mundo en que se proyecte el lector.

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